La idea de un estado gestionado como una empresa promete una solución a problemas como la burocracia y la ineficiencia. Este modelo promete eficiencia, pero plantea importantes dilemas sociales y éticos. Sugiere servicios públicos más ágiles, infraestructuras modernas y presupuestos controlados. Pero, bajo esta capa de eficiencia, surgen preguntas inquietantes: ¿qué ocurre con los ciudadanos que no son rentables? ¿Es posible medir los derechos sociales con la misma lógica que los beneficios financieros? En este artículo exploramos las implicaciones éticas, sociales y culturales de un modelo político que mezcla la economía de mercado con la administración pública.
Un país gestionado como una empresa parece, a simple vista, una solución lógica y atractiva. Las empresas, al menos en teoría, se destacan por su capacidad para optimizar recursos, reducir gastos innecesarios y cumplir objetivos definidos en tiempos concretos. Este enfoque suele ser el sueño de reformistas que ven la burocracia gubernamental como un obstáculo.
Imaginemos este modelo aplicado a un gobierno:
- Servicios públicos más ágiles: trámites simplificados, acceso rápido a educación, salud y justicia.
- Infraestructuras modernas: carreteras, hospitales y escuelas construidos en tiempo récord y bajo control presupuestario.
- Presupuestos transparentes: eliminando despilfarros y priorizando inversiones en resultados medibles.
Sin embargo, ¿a qué costo? Si la eficiencia se convierte en el único objetivo, las áreas que no generan beneficios inmediatos podrían quedar relegadas. La cultura, el arte o los derechos sociales podrían ser considerados «gastos innecesarios».
La eficiencia, aunque necesaria, puede deshumanizar sistemas diseñados para proteger a las personas. Un gobierno no debe olvidar que su propósito no es maximizar beneficios financieros, sino garantizar el bienestar humano y social.
El lado oscuro de tratar al Estado como una empresa
Un Estado gestionado como una empresa puede deshumanizar a los ciudadanos y convertirlos en simples recursos. Las empresas existen para maximizar beneficios. Si este objetivo se aplica a la gestión de un país, las consecuencias podrían ser devastadoras. En un modelo de Estado-empresa, las personas serían tratadas como «activos» o «pasivos». Los ciudadanos “no rentables” –como mayores, enfermos o desfavorecidos– podrían ser marginados o abandonados por el sistema.
Además, surge una cuestión crítica: ¿quién tendría el poder en este modelo? En las empresas, las decisiones no las toman los empleados, sino los accionistas. Si trasladamos esta lógica a un gobierno, ¿serían las élites económicas o las grandes corporaciones quienes tendrían la última palabra?
Este modelo podría también generar una peligrosa erosión de los derechos sociales:
- Eliminación de derechos laborales: beneficios como vacaciones, pensiones o seguros médicos podrían desaparecer si no son «rentables».
- Prioridad en inversiones rápidas: sectores como la educación o la salud preventiva podrían no recibir atención adecuada porque sus resultados no son inmediatos.
- Riesgo de exclusión social: los más vulnerables quedarían sin la protección de un Estado cuyo único enfoque es la rentabilidad.
La obsesión por la eficiencia y la rentabilidad puede socavar los valores fundamentales de justicia, igualdad y derechos humanos.
La importancia de los derechos humanos en un Estado-empresa
Aunque un Estado como una empresa puede inspirarse en la innovación, no debe sacrificar principios como igualdad y justicia. Los derechos humanos no pueden medirse bajo la lógica de beneficios financieros.
Por ejemplo, la cultura sería vista como un sector «poco rentable». Sin embargo, ¿quién podría negar su impacto social y humano? De igual manera, la salud pública y la educación gratuita son fundamentales para construir sociedades justas, aunque no generen ingresos directos.
El problema es que un Estado no debe tratar a sus ciudadanos como recursos. La dignidad y el bienestar humano no pueden reducirse a simples números en un balance financiero.

¿Es posible un equilibrio?
Aunque inspirarse en la gestión empresarial puede ser útil, un Estado como una empresa no puede priorizar la eficiencia sobre los derechos humanos. Quizá la clave no esté en elegir entre uno u otro modelo, sino en encontrar un punto intermedio. Un gobierno podría adoptar elementos de las empresas, como la innovación y la transparencia, sin sacrificar sus principios sociales.
Entre los elementos positivos que podría tomar del ámbito empresarial se encuentran:
- Innovación tecnológica: para modernizar procesos y reducir burocracia.
- Gestión transparente: eliminar corrupción y garantizar un uso eficiente de los recursos.
- Orientación a resultados: implementar objetivos claros para mejorar servicios públicos.
Sin embargo, para que esto funcione, es necesario que los líderes mantengan un compromiso ético firme. El equilibrio ideal sería un gobierno que combine lo mejor de ambos sistemas, sin sacrificar su responsabilidad social.
Al final, pensar en un Estado como una empresa es útil solo si se respeta el bienestar humano como prioridad. Un Estado no es una empresa porque sus objetivos no son financieros, sino humanos. Aunque la eficiencia es importante, no puede lograrse a costa de la igualdad, la justicia o los derechos sociales.
Al final, lo que define a una sociedad no son sus balances financieros, sino su capacidad para proteger a los más vulnerables. Un modelo eficiente es deseable, pero nunca debe anteponerse al bienestar humano.
Si este tema te ha hecho reflexionar, te invito a escuchar el episodio completo de Mentes Peripatéticas, donde exploramos este dilema junto a Isabella. Descubre un análisis más profundo aquí.
¿Qué opinas? ¿Crees que un modelo de Estado gestionado como una empresa sería viable? Comparte tus reflexiones en los comentarios y no dudes en compartir este artículo con quienes deberían pensar en ello.
Muchas gracias, un abrazo y hasta la próxima.
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